Ulises
no sabía con exactitud cuál era el misterio de las sirenas. Sabía no obstante que existía la posibilidad
de caer en manos de la mayor de las perversidades: lo desconocido; aquello que
no puede controlar, y que no sabe de razones.
Sin
estar del todo convencido de la utilidad de la tarea, ordenó a uno de sus
hombres de mayor confianza que lo amarrara al palo mayor de la embarcación en
la que viajaban; era una precaución extrema a juicio de Ulises. Y sin
embargo, algo en su interior le decía que quizá, sólo quizá, pudiera resultar
útil. Después de todo, no era sólo su valor la que había logrado salvarle
la vida a él y a sus hombres; creía
firmemente que la temeridad y la osadía deben estar adecuadamente regidas por
la prudencia.
Habían
pasado ya varios días desde que salieron de la morada de Circe, cuando llegaron
al país de las sirenas. Atendiendo a las
indicaciones de la diosa, Ulises había sido sujetado al barco y sus hombres
tenían emplastos de cera en los el reto que implicaría atravesar el país de las
sirenas. Con su voz dulce y tentadora, los perversos seres comenzaron a
entonar bellas melodías llamando a Odiseo a su morada, hablando de amor y
haciendo promesas vanas. Él, por su parte, no pudo resistir: cuando las sirenas
mencionaban su nombre, sentía crecer en su interior la fuerza para deshacer los
nudos que le sujetaban al asta y la valentía para arrojarse al mar encrispado. Nada sería un impedimento para estar junto a ellas. Pero así como
a cada momento que pasaba crecía su
deseo, con cada nuevo esfuerzo
infructuoso por lograrlo, crecía su desesperación.
Los
marineros que estaban en cubierta no
pudieron evitar ver las ansias con las que Ulises trataba de liberarse de sus ataduras, y
lógicamente lo atribuyeron al hechizo de las sirenas.Uno de ellos, quizás demasiado osado, decidió quitarse los emplastos de cera. Para su sorpresa, no sintió nada. No hubo lucha, ni deseo, ni ganas de entregarse al abrazo del mar. Las sirenas estaban ocupadas llamando a Ulises, como para llamar al otro hombre. Fue así que la tripulación descubrió el verdadero hechizo: las sirenas deben llamarte por el nombre para que alguien caiga en su encanto. Si no lo hacen, simplemente no hay por qué tenerle miedo a las sirenas.